El regreso de la lucha de clases
Por Ricardo Homs
Este viaje del presidente López Obrador a Cuba y las alabanzas a la dictadura que encabeza Díaz-Canel, tomando la defensa de ese país enfrentando abiertamente a la política de Estados Unidos, -que es nuestro principal socio comercial-, nos define a los mexicanos podemos lo que podemos esperar para el futuro.
Lo que a México ayudó a combatir la pobreza en sexenios anteriores fue la movilidad social. O sea el deseo que tenían los padres provenientes de clases socioeconómicamente bajas, de que sus hijos a través de la educación y escolaridad tuviesen mejores oportunidades laborales o empresariales para acceder a mejor calidad de vida. A esto los sociólogos le denominan “movilidad social”.
En contraste, la “lucha de clases” en su versión original, -la verdadera visión ideológica del socialismo comprometido y no el acomodaticio como el que hoy prevalece-, siempre representó el sentimiento de orgullo por pertenecer a la clase trabajadora y declarada enemiga de la clase empresarial.
Hoy el discurso de la 4T, -de confrontación social a través de la manipulación del resentimiento-, nos lleva de regreso a los tiempos de la primera mitad del siglo XX, caracterizados por el surgimiento de las ideologías marxistas, a la que se adhirieron grandes y reconocidos artistas plásticos como Siqueiros, Rivera y Orozco, importantes intelectuales y los políticos y sindicalistas.
Sin embargo, todo cambió a partir del impacto de la nueva cultura empresarial sustentada en la motivación del trabajador a partir del otorgamiento de prestaciones y modelos de compensaciones económicas que premian la productividad, las cuales surgieron a partir de los años sesenta.
Esto llevó a un alto número de familias mexicanas a salir de la pobreza y alcanzar mejor calidad de vida.
Hoy la 4T ni ofrece productividad ni mejoría de calidad de vida, sino que se entrampa con la reivindicación de los resentimientos y frustraciones, pero sin el ofrecimiento de mejoría de calidad de vida.
La narrativa de confrontación se ha acentuado últimamente y podemos esperar se recrudezca a partir del acercamiento del presidente López Obrador a los países latinoamericanos con afinidades ideológicas a la 4T y más aún: la evidente pretensión del presidente López Obrador de retomar el sueño del presidente Echeverría, de convertirse en el líder moral de los países dominados por gobiernos de izquierda.
Tomar el liderazgo es fácil cuando se llega a los países más pequeños con el respaldo de la fortaleza económica de México y se patrocinan programas sociales. Por supuesto que se logran aplausos, felicitaciones y agradecimiento.
Sin embargo, este doble discurso de confrontación abierta al gobierno de los Estados Unidos organizando un bloque regional en contra de la política norteamericana de discriminación de las tres dictaduras hispanoamericanas clásicas, y por otra parte la narrativa recurrente del presidente López Obrador respecto a su cercanía personal con el presidente Joe Biden y el respeto que aquel le ha manifestado a sus posiciones políticas, presagia un momento crucial dentro de no mucho tiempo: el momento de las definiciones. No se puede quedar bien con Dios y con el diablo. Cuando llegue ese momento veremos nuestro verdadero futuro.
Definitivamente el presidente López Obrador no tiene muy claro cuál es la esencia de la democracia norteamericana, caracterizada por la diferenciación y respeto que se tienen entre los tres poderes: el ejecutivo, legislativo y judicial.
Las formalidades diplomáticas de las charlas entre los presidentes López Obrador y Biden no garantizan que en el legislativo permitan y toleren esas indefiniciones a las que está totalmente acostumbrada la clase política mexicana.
Lo que está en juego no es la opinión del presidente Biden respecto al gobierno del presidente López Obrador. Por ello es que se malinterpreta la tolerancia de este presidente norteamericano al gobierno de México, sino comprender el espíritu de la política norteamericana de los últimos sesenta, -o quizá setenta años-, y su radical oposición a las dictaduras de izquierda, aunque podamos cuestionar por qué han tolerado a las de derecha.
Juego peligroso es el doble discurso mexicano, que denota desconocimiento absoluto de la idiosincrasia del pueblo norteamericano. Si en México las verdades a medias en la política representan un ritual sin importancia, en Estados Unidos las palabras generan compromisos, pero las acciones definen por completo las intenciones políticas.
La autoproclamada vocación democrática del presidente López Obrador no encaja congruentemente con su apoyo incondicional a las tres dictaduras más cínicas de toda Latinoamérica.
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